Quisiera comenzar esta columna con una escena de hace unos años atrás, tal vez algunas y algunos la recuerden, y habrá otras parecidas que a lo largo de los últimos 30 años, y especialmente en los últimos meses, han podido presenciar: El presidente de la Juventud UDI llega desde Venezuela el año 2014, luego de asistir a protestas contra el gobierno de Nicolás Maduro. En Caracas fue detenido, luego liberado y finalmente regresó a Chile, donde ofreció una conferencia de prensa. Ante las cámaras dice algo que me dejó impactada: su experiencia de persecución había sido similar a la de su abuelo cuando estuvo en las listas del Plan Z (https://www.elmostrador.cl/noticias/pais/2014/08/11/felipe-cuevas-dice-que-su-abuelo-huyo-de-chile-porque-lo-perseguia-el-gap-y-estaba-en-la-lista-del-plan-z/).
La verdad, me costó creer lo que estaba escuchando, porque el dirigente era muy joven, y más allá de dudar si podía o no saber lo que había sido el Plan Z, me resultó sorprendente que lo dijera como si ese plan efectivamente hubiese existido. Pensé “vaya! en la UDI adoctrinan a sus militantes en la falsedad histórica, y derechamente en la propaganda, el tipo cree que el Plan Z existió!” y peor aún “en la conferencia de prensa ningún periodista lo corrigió!”. Esa memoria, entonces, no estaba ni lejos de haber desaparecido.
Comenzó el segundo período de Piñera en la presidencia, y pudimos constatar que nunca había desaparecido, sólo estaba medio arrinconada públicamente, esperando mejores condiciones para irrumpir nuevamente en el espacio público, y ahora recargada, porque con Trump en Estados Unidos, Macri en Argentina, luego vendría Bolsonaro en Brasil y Duque en Colombia, incluso se configuraba un favorable panorama regional para todo tipo de uso político del pasado a favor del negacionismo.
Llegó el 18 de octubre de 2019 en Chile y la seguidilla de informes de organismos de derechos humanos incluidos los reportes diarios del INDH, nos muestran lo que muchas y muchos advirtieron que ya venía ocurriendo, desde el mismo 11 de marzo de 1990: el Estado chileno ha continuado violando los derechos humanos, y esta vez con mayor masividad y persistencia.
Se preguntarán, ¿y qué tiene que ver una cosa con la otra?, o ¿qué papel juega la memoria en todo esto? Desde 1990 en adelante, y evidentemente esto ya había comenzado mucho antes, una parte de la sociedad se esmeró en construir una memoria de la dictadura basada en el reconocimiento de las violaciones a los derechos humanos perpetradas por ella contra miles de personas. Esa memoria alcanzó la esfera pública y se vio refrendada o fortalecida por ciertas acciones estatales, como informes de verdad y conmemoraciones públicas que, sin embargo, nunca llegaron a convertirse en una política pública de memoria. Este vacío fue similar en el caso de una política pública de derechos humanos, que por otro sector de la sociedad pudo ser vista como el despliegue de una política de memoria por otros medios, porque las expresión “derechos humanos” tiene un anclaje histórico en nuestro país. El Estado renunció abierta y directamente a desarrollar una política de memoria capaz no sólo de intervenir visiones falsas sobre el pasado reciente (Plan Z como verdad histórica, por ejemplo), sino de articularse y fortalecer una posible política de derechos humanos con perspectiva histórica.
El asunto de la falsedad es preocupante, porque como decía Hannah Arendt, se pueden tener distintas “opiniones” sobre los hechos del pasado, pero para ello tenemos primero que estar de acuerdo en cierta verdad sobre esos hechos.
El Estado trató la memoria de la violaciones a los derechos humanos, como un asunto de las víctimas, de un grupo de la sociedad a la cual el resto mirábamos como espectadores de un naufragio ajeno. Si hubo verdad, se procuró que esa verdad no rebasara –o ¿incomodara?- hacia el resto (tal vez desde el punto de vista jurídico sea muy bueno que los procesos judiciales por crímenes de lesa humanidad estén en el sistema antiguo, escrito, pero ello invisibiliza lo que ahí ocurre, y constriñe el espacio público para la verdad judicial, por ejemplo). Los informes de verdad no tuvieron casi publicidad, los cambios curriculares fueron difíciles y controvertidos, salvo en vísperas del 11 de septiembre los documentales sobre la dictadura se programaban en la televisión pública, pero en horario de trasnoche, para el 12 ya había pasado la repetición ritual del bombardeo y podíamos comenzar a pensar en el 18. Y mientras se contenía esa memoria, se contenían también las acciones tendientes a promover un cambio cultural orientado al respeto por los derechos humanos, pues la unión histórica de éstos con el pasado dictatorial representaba una amenaza para la convivencia. Porque como todos sabemos, en Chile el pasado es un pasado que divide, y aquí hay una compulsión a la unidad de sobremesa familiar.
Estamos pagando el precio de la irresponsabilidad. Había una responsabilidad política con el pasado para que los crímenes atroces de la dictadura no se volvieran a repetir. Todas y todos cargamos con ellos, lo queramos o no (no vale decir “yo no lo viví”). Y aquí estamos hoy frente a una situación de emergencia en el ámbito de los derechos humanos.
¿Se creyó que las prácticas represivas que las instituciones policiales habían aprendido durante 17 años se olvidaban y reemplazaban luego del 11 de marzo de 1990? La persecución a los grupos armados en los primeros años de la postdictadura hizo evidente que no fue así, y que a los gobiernos no les ha interesado que así sea. Y luego vinieron las denuncias de violencia policial, y la militarización de la Araucanía, y la consideración de las niñas y niños del SENAME como una población superflua (hasta hace poco sus muertes ni siquiera se denunciaban o investigaban), y así suma y sigue. Informe tras informe de derechos humanos, y no ocurría mucho con las recomendaciones.
Hoy vemos cómo esa memoria que justifica las violaciones a los derechos humanos (que también es una forma de negación), que se alimenta de la falsedad y de la propaganda, es una praxis política que considera que esos derechos son una limitación para el ejercicio de la fuerza que resguarda el orden público. Nunca se desmontó esa memoria que alimenta lo que estamos viviendo. Nunca se la enfrentó con todas las armas que teníamos a nuestro alcance. No puedo dejar de hacerme una autocrítica, incluso quienes nos dedicamos a investigar sobre la memoria y hemos apoyado la gestión de sitios de memoria, nunca asumimos de manera más fuerte y decidida la responsabilidad ética de contribuir a las garantías de no repetición (¿vamos a seguir en lo mismo de aquí en adelante?, tanta investigación, tanto proyecto, tanto artículo, tanto seminario, ¿qué diferencia hizo todo eso?).
Desde el ascenso de Piñera esa memoria que celebra la violencia dictatorial y desprecia los derechos humanos, ahora desembozada, se ha vuelto fácticamente agresiva. El último informe de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, constata la seguidilla de atentados y ataques sufridos por espacios de memoria que recuerdan a las víctimas de la dictadura o en los cuales se desarrolla un trabajo abierto a la ciudadanía, como son los ex recintos de detención política y tortura recuperados. El reciente atentado incendiario sufrido por la Casa de los Derechos Humanos de Punta Arenas la madrugada del viernes 28 de marzo, es parte de la escalada de violencia contra estos lugares durante el último año, como bien lo señala la declaración de Hijos y Nietos por la Memoria de Punta Arena.
Mientras unos se encargan de reprimir la protesta con los métodos de antaño, animados y felicitados por una parte de la sociedad que siente nostalgia por la dictadura y envidia del Brasil de Bolsonaro (lo he escuchado), otros pasaron a la acción directa contra una memoria que repudian, más aún cuando se trata de sitios que atestiguan los crímenes que denuncian y recuerdan, como son los ex centros de detención y tortura.
Especialmente sobre estos espacios el Estado ha expresado su abandono, aplicando una política de destrucción por omisión. Si no fuera por las agrupaciones y colectivos que los reivindican y gestionan (cuando hay acceso) los sitios que hoy podemos visitar también habrían sucumbido a la destrucción y la borradura. Y sin embargo estos lugares podrían haber participado de una política pública de memoria y derechos humanos para promover las garantías de no repetición, porque hasta en los rincones más recónditos la dictadura desplegó sus acciones represivas y dejó huellas materiales de su acción terrorista. Pero año tras año nos enfrentamos con la resistencia de los distintos gobiernos para implementar acciones dirigidas a la protección de esos espacios, su recuperación y gestión para toda la sociedad chilena. No es casual la indiferencia, en esas locaciones es donde se expresa el poder de la memoria, cuando el testimonio de los sobrevivientes logró finalmente reunirse con los lugares donde acontecieron los sucesos que les dieron origen a esos relatos, y esos relatos construyeron una verdad de hecho en la cual muchas y muchos están implicados. Porque como decía el doctor Patricio Bustos, los sobrevivientes no necesitan ponerse de acuerdo ante el juez, como sí lo hacen los victimarios.
Si aún hay sectores que creen en el Plan Z, con todo lo que sabemos que ello justificó, incluyendo la denigración de los derechos humanos como necesidad para el orden, estamos muy lejos de las garantías de no repetición, ni siquiera de que cesen las violaciones a los derechos humanos y la destrucción de sitios de memoria. Esta batalla todavía la estamos dando y así como van las cosas tenemos para rato.
Revisa la columna en: https://www.eldesconcierto.cl/2020/03/02/incendio-de-la-casa-de-ls-dd-hh-de-punta-arenas-nunca-hubo-garantias-de-no-repeticion/